Inconvenientes del Despertar
Era diciembre, en sus días congelantes. En las noticias y diarios se informaba de un frente frío que entró por el Golfo de México. ¡Qué mamadas! Cuando era niño simplemente se le llamaba invierno; las estaciones estaban bien definidas: en primavera todo florecía y se hacía presente el calor; el verano diluviano te empapaba con bochorno y volaban insectos y reptaban los gusanos azotadores; desde el primer día de otoño las hojas se tornaban amarillas y cobrizas, decías adiós a las sandalias y a las bermudas; y en invierno naturalmente tenía que hacer frío, porque al menos en este hemisferio, diciembre siempre ha tenido un aspecto gélido y grisáceo con miles de luces artificiales que no calientan, sólo brillan.
Hacía tanto frío que una clase de comunicación organizacional a las siete de la mañana resulta tan insufrible como las peores mentadas de madre juntas. Caminé por la senda de cada mañana, con los jeans pegados a los muslos, un vaho pesado como humo de cigarro, las manos en los bolsillos de la chamarra y los párpados casi cerrados por el aire vitrificado, por la sensación térmica, por el sueño, ese sueño que siempre cargamos los estudiantes.
Al entrar a la facultad se vislumbran apenas unos apagados rayos de sol, la explanada está helada y desierta, el ambiente es propio de una estepa baldía, bello pero insoportable para el cuerpo, es el momento en el que me pregunto por qué tuve que venir a la clase por la que siento menor aprecio “la clase de la tía Mombi”. Mis pasos son cada vez más lentos y torpes conforme subo los escalones que me llevan a los pasillos de aulas, éstas parecen cavernas o chozas donde los alumnos y profesores se arrebujan en grupos compactos para mitigar el frío.
Pienso que estar en un salón es mejor, ni la aburrida letanía de tía Mombi, ni las terribles exposiciones de grupo con exámenes sesgados son tan de la chingada como este frío. Camino un poco más y me encuentro con dos compañeras quienes sorprendentemente portan como único abrigo unas toreras de peluche sobre sus delgadas y cortas blusas. Son las antes-muertas-que-sencillas, la coalición de la anorexia, idólatras de la imagen y de dioses falsos con apellidos europeos como Vuitton, Gucci, Armani… No me desagradan, en general me caen bien, de hecho me he besuqueado con más de una de ellas en esos momentos en que sus máscaras y armaduras se caen con el alcohol, todos somos propensos al desliz de la ilusión y perdernos en labios aleatoriamente... pero no entiendo cómo son inmunes al frío ¿será genético, racial, la pura actitud?
Antes de entrar al salón debo orinar, fue demasiado café a altas horas de la noche, demasiado café en el repulsivo desayuno de las seis de la madrugada, después de todo es el agua de la vida del universitario. Cuando entro al baño todo es agradable, es tan temprano que nadie los ha usado aún, no están inmundos y eso me hace preguntarme ¿cómo es que para medio día se ponen asquerosos? ¿Acaso la gente caga volando? La temperatura es más alta que en el exterior y está húmedo, como un invernadero. Repentinamente mis sentidos se multiplican y potencian de manera inexplicable ¡tengo que mear!
Casi no lo logro, casi me meo encima porque el cierre se congeló y tardé en bajarlo... El sonido del chorro en el agua es ambiental, etéreo, se podría decir que hasta musical. La sensación es de indescriptible alivio, orgásmica, dejo escapar un satisfactorio, suave y prolongado “aaaaaaah”. El chorro parece interminable, las gotas se vuelven tormenta cuando rompen la tensión superficial del agua. Pienso que debí haber estudiado física en vez de comunicación, soy un bruto para los números, pero brillante a la hora de comprender conceptos y fenómenos. Reverberación producen las gotas que se convierten en notas por todo el baño, una sinfonía, música acuática -que envidiaría el mismísimo Händel-, el sonido, las ondas, pura física.
Éxtasis, catalepsia, estasis, muerte… No sé porqué pasa pero siento que estoy fuera de mí, cada vez más lejos y me acerco a algo, a otro estado, a otro cuerpo, con todos mis sentidos más alerta y con más claridad que nunca y dentro bombea algo que no es sangre, es energía pura. Superior, pleno, casi una conciencia completa, como a punto de despertar de un letargo ancestral; nacer otro, ser otro, ser nuevo.
Mi cuerpo se funde y se vuelve uno con el chorro, mi humanidad se disuelve casi por completo, el agua es el vehículo en el que viaja mi nuevo ser hasta que ésta se transforma también en pura energía. Todo vuelve al origen y a la vez se precipita fuera de él. ¿Cuánto tiempo llevo orinando?
Lo siento cerca, casi estoy ahí,casi logro despertar, “EL” despertar, EL GRAN DESPERTAR -el mero chingón-, por fin, sólo me separan unos cuantos millones de kilómetros y pocos años luz -viajo más rápido que ella- y estaré ahí, despertaré como el dios de un nuevo universo, conquistador de una recién nacida dimensión, señor de mí mismo. Veo el umbral, ahí está, junto a él está el guardián pero no me importa, sé que soy más veloz, invencible, ni siquiera me va a ver el polvo, no habrá necesidad de enfrentarlo… me la pelas, guardián-del-umbral.
La barrera en el horizonte de sucesos se rompe y todo es luz y a la vez una materia que no conozco, experimento la plenitud más esencial por un momento hasta que una mano me empuja por la espalda y una voz burlona me dice “cámara ¿qué no vas a entrar a clase o qué, güey?” Estoy atónito y con los pantalones salpicados por el empujón y el coitus-interruptus-cosmicus. Estaba tan cerca del despertar -el chingón-, pero siempre llega algún pendejo a joderlo todo.
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